Ibamos paseando por Chumvi cuando se nos acercó una señora muy mayor a saludarnos. Nos agradecía que tuviéramos a sus nietos escolarizados porque decía que gracias al colegio podían comer.
Nos contó que su hijo se había ido y que se había quedado ella sola a cargo de sus tres nietos. Nos dijo que al estar tan mayor ya no podía cortar leña y cargar los sacos de 50kg, por lo que conseguir comida era una auténtica odisea diaria, y que lo que conseguía era lo que le daban los vecinos.
“Hay días que comemos y hay otros que no tenemos esa suerte”
Cuando nos fuimos a despedir, le cambió la cara y con mucha vergüenza dijo algo que Mary, la profesora que venía con nosotras y que había estado traduciendo toda la conversación no quiso traducir.
La mujer volvió a repetir la frase, y la intriga nos hizo insistir a Mary para que nos dijera qué había dicho.
“Está pidiendo que le construyáis una casa para ella y para sus nietos”
María y yo hicimos como si no hubiésemos entendido a Mary y nos despedimos de la mujer con una sonrisa.
“Nuestro foco es la educación, no podemos ponernos a construir casas” pensamos María y yo.
Al año siguiente, Henrick, uno de nuestros niños, algo tímido pero muy listo para sus 7 años, nos invitó a visitar su casa. Por el camino nos fue contando que no tenía padres y que era la abuela quien cuidaba de él. Cuando llegamos, pensamos que sería la choza donde guardarían a las gallinas y esperamos a que nos llevara a ver su casa tal y como habíamos quedado. Entonces, se abrió la puerta y salió una mujer muy mayor.
Era la señora de aquella conversación que en su día nos pidió una casa.
Se paró el tiempo y sentí como si el mundo por un momento hubiera dejado de girar. ¿Cómo era posible que aquella mujer y esos niños vivieran ahí? Eso no era una casa. Eso era un castigo.
¿Cómo alguien puede vivir así?
Se me hizo el alma pedazos cuando le pregunté a Henrick que si entraba el agua cuando llovía y nos dijo que las noches que llovía no dormían porque se pegaban a una de las paredes acurrucados intentando mojarse lo menos posible.
Y después de cualquiera de esas noches, al colegio a estudiar. A dar lo mejor de sí para poder cambiar su futuro, para dejar de dormir en el suelo, como tantas madres desean de sus hijos cuando les preguntas que por qué quieren que sus hijos vayan al colegio.
Tuvimos claro en ese mismo instante que el siguiente reto sería una casa para Henrick. Porque, aunque el foco principal sea la educación, es bastante difícil aprender, concentrarse y esforzarse si no tienes un lugar donde descansar.
Al otro lado del mundo, ese que se paró cuando vi aquel gallinero que usaban como casa, hubo gente que confió en el reto que María y yo decidimos crear, y con un poquito de cada uno conseguimos que aquella abuelita y sus tres nietos tuvieran un lugar digno en el que vivir.
Hoy Henrick tiene una casa.
Hoy Henrick sabe que cuando llegue la noche, se acostará junto a sus hermanos y su abuela y podrá descansar. Y si llueve, sentirá el placer del olor a tierra mojada, del ruido de las gotas al caer en el tejado, de dormirse soñando que la vida nos da oportunidades y de que para él también las hay.